TotAlzir@: TRAS LA LÍNEA BLANCA DE Mª AMPARO OLIVARES

domingo, 1 de noviembre de 2015

TRAS LA LÍNEA BLANCA DE Mª AMPARO OLIVARES

Aqui dejamos unas pequeñas pinceladas de la nueva obra de Mª Amparo Olivares que presentara el próximo 4 de noviembre en la Casa de la Cultura de Alzira:  
 "Tras la Linea blanca" 

PREÁMBULO

Ana se afanaba en recoger sus últimos libros antes de que su hermano llegara a la casa. Su habitación parecía un almacén donde se amontonaban decenas de cajas que le impedían moverse libremente. Escuchó, de pronto, el timbre de la puerta y pasos que se dirigían hacia allí. El rumor de voces conocidas la alertó de que había llegado el momento de cerrar un capítulo de su vida.
Bajó las escaleras con precipitación y saludó con un beso en la mejilla a su hermano Carlos.
— ¿Te queda algo más en la habitación? Tienes la entrada de la casa llena de muebles —dijo mientras sonreía.
—Sólo me quedan unas cuantas cajas con libros —guiñó con ironía.
Mientras colocaban los últimos bultos, escucharon el ruido del motor de un camión. De él descendió un hombre de unos cincuenta años, pelo cano y piel morena. Los dos hombres intercambiaron un saludo, al tiempo que iban colocando los muebles dentro del camión. Lo último que subieron a aquel pequeño vehículo fueron las cajas que contenían los libros de Ana.
— ¿Por qué no quieres venir conmigo? Va a ser tu casa. ¿No quieres colocar los muebles a tu gusto?

—Seguro que lo harás muy bien —contestó Ana tranquila.
—Pero…
—Todavía no tengo fuerzas.
— ¿Y estás segura de que el traslado a aquel pueblo es lo que más te conviene ahora?
—Completamente.

CAPÍTULO I

El 25 de agosto de 1960, Ana aparcó su Seat 600 en la plaza del pueblo, se apeó del vehículo y miró a su alrededor. El sol vespertino apenas iluminaba la parte más alta de los edificios. Le llamó la atención la imagen del Sagrado Corazón de Jesús representada en ladrillos de cerámica incrustados en la fachada de una de las casas. Siguió recorriendo con la mirada el lugar; la plaza tenía un trazado rectangular y en el centro había una fuente circular de piedra blanca, formada por un caño central de mayor tamaño y cuatro más pequeños en cada uno de sus lados, que vertían el agua en el estanque que la rodeaba.
Dos mujeres de mediana edad que barrían la calle la observaron con descaro, mientras otra mojaba la calle con una regadera de metal. Despertó la curiosidad de Ana ver cómo iba perfilando una raya que abarcaba la frontera de su propiedad; una vez efectuado este trazado, vertía el agua en el área comprendida entre las líneas para delimitar la limpieza a la fachada de su casa. Con paso resuelto se dirigió hacia ella:
—Perdón —dijo al llegar a su lado—, ¿me podría indicar dónde están las casas de los maestros?
Sus miradas se encontraron. Pese a que las dos rondarían los treinta años, su forma de vestir las diferenciaba tanto que parecían pertenecer a dos épocas distintas. La mujer de aquel pueblo iba ataviada con un vestido oscuro y sobre él, un delantal a cuadros azules y blancos. Calzaba alpargatas de suela de esparto y su pelo corto lucía el rizado de una permanente. Frente a ella, Ana cubría sus largas piernas con unos pantalones de pitillo a rayas en blanco y naranja, una blusa sin mangas del mismo color, y sujeta a su larga melena un turbante de tonos anaranjados.
—Está muy cerca de aquí —logró decir la mujer tras los primeros segundos de sorpresa—. Es la primera calle que viene a la derecha. Cuando llegue al final verá el edificio de las escuelas y justo enfrente se encuentran las casas de los profesores. Las reconocerá enseguida, están pintadas de blanco y tienen una pequeña verja para acceder a su interior. ¿Es usted la nueva maestra? —preguntó con curiosidad.
—Sí, soy yo. —Sonrió Ana.
—El señor alcalde no la esperaba hasta mañana.
—Lo sé, pero me he adelantado. ¿Sabe dónde podría encontrarlo? Es que precisamente es él quien tiene que entregarme las llaves de la casa.
Las otras vecinas, que habían dejado de barrer para no perder detalle de la escena, dijeron desde la otra acera:
—Si busca al alcalde está en el Casino.
Ana alzó sus hombros al tiempo que sonreía.
—Y… ¿dónde está el Casino?
Las cuatro mujeres rieron.
—No se preocupe, vaya directamente a la casa. Mire, ese muchacho que se acerca es Tonet, lo mandaré en busca del alcalde.
Ana se volvió y vio a un hombre con aspecto de niño. Resultaba complejo adivinar su edad, lo mismo podía tener veinte años que cuarenta. Vestía un pantalón deslucido, que le llegaba hasta la mitad de las piernas, sujeto por unos tirantes; calzaba alpargatas de esparto y se cubría la cabeza con un viejo sombrero de paja.
—No quisiera causar molestias —se apresuró a decir Ana.
—No es ninguna molestia, a Tonet le encanta hacer recados, ¿verdad? —le dijo justo en el instante en que llegaba a su lado.
—Sí, ¿qué tengo que hacé?
—Ve al Casino de Pedro y dile al alcalde que ha llegado la nueva maestra y que le espera en la casa.
Tonet se quitó el sombrero, miró con fijeza a Ana y, al hacerlo, sus ojos cobraron un brillo especial: una mujer alta, delgada, de grandes ojos verdes, cabellos oscuros, y que vestía como las artistas de las películas estaba frente a él. Fascinado le sonrió.
—Es muy guapa, se paece a las mujees que salen en el cine.
—Gracias —dijo conmovida Ana.
Cuando Tonet se alejó, la mujer comentó:
—Su mente es como la de un niño, pero es muy buena persona. Su problema es que no sabe pronunciar la r, pero aquí todos le entendemos sin ninguna dificultad.
Ana asintió con la cabeza y añadió:
—Bueno, será mejor que me marche, no vaya a ser que el alcalde llegue antes que yo. Muchas gracias por su amabilidad. —Le tendió la mano para saludarla—. Mi nombre es Ana. Espero poder encontrarla de nuevo.
—Yo soy Remedios —contestó la mujer al tiempo que le estrechaba la mano—. Bienvenida a Alcántara.
—Gracias de nuevo.
Antes de subir al coche, Ana volvió la mirada hacia las otras dos mujeres que continuaban observándola.
—Hasta luego —les dijo desde donde se encontraba.
Las mujeres correspondieron al saludo levantando el brazo. Apenas puso el motor en marcha vio, a través del espejo retrovisor, cómo cuchicheaban con Remedios. Aquel pequeño detalle le hizo sonreír.
Ana no tuvo ninguna dificultad en encontrar la casa. Aparcó frente a ella y vio que se trataba de un edificio de una sola planta, pintado de blanco con cobertura de tejas rojas. Estaba dividido en dos partes y cada una de ellas comprendía un pequeño patio al que se accedía por una verja de hierro; en cada patio había dos puertas de madera.
Cuando descendió del coche observó que las mujeres barrían o regaban sus puertas a lo largo de toda la calle. Algunas fronteras mostraban ya una limpieza impoluta.
No tardó en ver aparecer a Tonet acompañado de otra persona.
—Señoita, es el alcalde —dijo al llegar a su lado.
El alcalde era un hombre de unos sesenta años, alto, robusto, de escaso pelo, sonrisa amplia y un rostro de aspecto abierto y campechano.
—Bienvenida a Alcántara de Júcar —le dijo mientras le tendía la mano para saludarla—. No la esperábamos hasta mañana.
—Lo sé, pero he preferido adelantarme para que no coincidiera con el fin de semana que suele haber más tráfico en la carretera.
— ¿Ha venido conduciendo desde Valencia? —preguntó con extrañeza.
—Sí… He venido sola desde allí.
—Ha sido una pena que se haya adelantado. Teníamos intención de recibirla con fuegos artificiales.
—Entonces, mejor así. No me gusta ser la protagonista.
Los tres sonrieron. El alcalde se adelantó y abrió la verja que conducía al pequeño patio. Se detuvo delante de una de las puertas e introdujo la llave en la cerradura. Se volvió hacia Ana:
—Este será su edificio. En aquella parte se alojan los maestros. Como verá cuando vaya a la escuela, tenemos cuatro clases: dos para los chicos y dos para las chicas. Creo que usted va a encargarse de la educación de las mayores.
—Eso fue lo que me comunicaron.
—Esta otra puerta —continuó el alcalde al llegar a la puerta de entrada— es la vivienda de Fina, la maestra de párvulos. Ahora está de vacaciones, aunque no creo que tarde mucho en volver, y cuando lo haga yo mismo se la presentaré.
—No se preocupe —dijo mientras echaba una rápida ojeada a la entrada de la casa—. Voy a por el equipaje.
—Permítanos que la ayudemos —se apresuró a decir el alcalde.
— ¿Puedo dejar el coche aparcado aquí? —preguntó Ana nada más descargar el último paquete.
—Desde luego. —Sonrió el alcalde—. Esto no es como la capital, aquí apenas hay coches, así que toda la calle es suya.
Accedieron al interior de la casa, las ventanas estaban cerradas y apenas entraba luz. Dejaron las maletas en el suelo del recibidor y el alcalde le explicó:
—Mandé pintar y limpiar la casa. Espero que esté a su gusto.
—Está perfecto —respondió convencida—. Cuando mi hermano volvió a Valencia ya me dijo que todo estaba muy bien. ¿Le vio usted mientras estuvo aquí?
—Sí, claro, fui yo quien le abrió la puerta. Me dijo que usted no había podido venir y que llegaría a finales de agosto —explicó—. ¿Por qué no cena esta noche en mi casa? Seguro que estará muy cansada del viaje y a mi mujer le encantará recibirla —sugirió de forma espontánea.
—Se lo agradezco mucho, pero con los preparativos del viaje estoy agotada. Hoy no sería una buena compañía —dijo cordialmente.
—Disculpe si he sido imprudente, es natural que desee organizar sus cosas. Espero que no me interprete mal, se lo he sugerido porque pensaba que tal vez no tendría nada preparado para la cena.
Al ver la voluntad del alcalde, Ana trató de sonreír.
—Gracias, es usted muy amable, pero esta noche me hará más provecho dormir que cenar.
—Entiendo, no se preocupe, hay muchos días antes de que empiece el colegio. De todas formas la invitación queda pendiente.
—Claro. Iré encantada cualquier otro día.
—Vámonos Tonet, que la señorita tiene que descansar —añadió el alcalde comprensivo.
Estaban junto a la puerta cuando pareció recordar algo.
—Perdone, no me he presentado, mi nombre es Jaume.
—Ana el mío.
—Repito, doña Ana, cualquier cosa que necesite no dude en decírmelo. Y en nombre de todos nosotros le doy la bienvenida a Alcántara de Júcar.
—Gracias, y por favor suprima lo de doña. Llámeme simplemente Ana.
El alcalde asintió con la cabeza y junto a Tonet desapareció tras la puerta de entrada. Al quedar a solas, Ana reparó en que todas las ventanas estaban cerradas. Se apresuró a abrirlas al tiempo que iba recorriendo la estancia, que contaba con dos habitaciones, un baño, salón comedor y una cocina por la que se accedía a un pequeño patio interior.
Recogió las maletas de la entrada y las llevó a la habitación principal. Abrió una de ellas y comenzó a colgar los vestidos en un amplio armario revestido de madera. Apenas hubo guardado unas prendas, se sintió invadida por una oleada de tristeza. Se aproximó a la ventana. Las calles olían a tierra mojada. Un cielo gris anunciaba el crepúsculo, los tejados de las casas se teñían de marrones y naranjas, suaves y aterciopelados colores que reflejaban quietud, silencio y la serenidad que precede a la noche.
Dejó que el aire fresco le acariciase la cara. Así permaneció un buen rato, sin pensar en nada, solo observando cómo se precipitaba la noche y aparecían las primeras estrellas. Después, se derrumbó sobre el lecho, hundió la cara en la almohada y comenzó a llorar hasta que el cansancio la venció y quedó profundamente dormida.

CAPÍTULO II
Ana se encontraba en la cocina cuando sonó el timbre de la puerta. Se secó las manos con el paño que había sobre el banco y fue a abrir. En el portal estaba Fina, la profesora de párvulos, una mujer que rondaba los cincuenta, de estatura media y regordeta. Tenía el pelo rizado e intentaba ocultar sus canas bajo un tinte rojizo.
—Buenas tardes, Ana. He hecho una coca de llanda y venía a ver si podíamos merendar juntas.
— ¡Qué buena pinta, Fina! Preparo café y la tomamos.
Fina pasó al salón y se sentó junto a la mesa camilla que había delante de la ventana que daba a la calle. Mientras esperaba a que Ana volviese de la cocina, desvió la mirada por la estancia: era igual que su casa; sin embargo, la decoración y aquellos muebles la hacían diferente. Una estantería repleta de libros cubría la pared más larga del salón; junto a ella, un sillón y una lámpara de pie. Se adueñaba del centro de la estancia una mesa redonda con cuatro sillas tapizadas de granate; dos acuarelas y tres dibujos realizados a mano adornaban las paredes.
A través de la puerta de la cocina, Fina podía ver cómo Ana trajinaba entre los cacharros. Llevaba un pantalón azul, una camisa a cuadros y su larga melena recogida en una coleta. Hasta en casa, Ana vestía de forma diferente. Ella, en cambio, llevaba una bata y encima un babi de vichí a cuadritos verdes.
—Ya estoy aquí —exclamó Ana, depositando la bandeja sobre la mesa. Se sentó junto a Fina y preguntó—: ¿Tomas el café solo o con leche?
—Con un poco de leche, por favor.
Sirvió el café y acercó dos platos para la coca.
—Está buenísima, Fina —acertó a decir todavía con migas en la boca.
—Es una receta de mi madre. Al final conseguí darle ese toque de limón que tanto me gustaba.
—Ojalá yo fuera una buena cocinera, pero las últimas galletas que comí las compré del horno de la plaza. Además, sólo con organizar la casa ya he tenido más que suficiente.
—Pero ya veo que has puesto todo en orden —dijo mientras levantaba la mirada hacia la habitación.
—He aprovechado este mes de septiembre que sólo vamos medio día a clase para ir arreglando los detalles que me faltaban.
Llevaban más de una hora hablando del colegio cuando el reloj de la iglesia dio las seis de la tarde. Fina, de pronto, comenzó a restregarse las manos impaciente. Ana advirtió que se ponía nerviosa e intentó suavizar aquella tensión surgida.
— ¿Llevas mucho tiempo de maestra en Alcántara?
—Más de diez años. Cuando terminé la carrera estuve de interina en varios pueblos, pero al enterarme de que aquí había una plaza vacante la solicité y tuve suerte de que me la concedieran. Yo soy de Sumacárcel y vivir en Alcántara era como estar en casa. Y tú, ¿cómo es que has pasado de la capital a un pueblo pequeño?
—Quería descansar del bullicio de Valencia.
Fina giraba la taza de café ya vacía.
— ¿Más café?
—No, gracias, con este ya veremos si puedo dormir.
Y de nuevo el frotar de sus manos.
— ¿Hay algo importante que me quieras decir? —Se atrevió a preguntar Ana.
Fina tardó unos segundos en contestar. Tenía la mirada puesta en la taza vacía, se recostó en la silla y la miró de frente.
—Te ruego que no te tomes a mal lo que voy a decir, pero creo que es mi obligación avisarte.
—Adelante, no te preocupes.
—Verás… Es que desde que estás aquí… no te he visto ningún domingo ir a misa.
Ana abrió los ojos.
—La verdad es que no soy muy religiosa.
—Lo entiendo, y sé también que en la capital eso pasaría inadvertido, nadie se preocuparía, pero aquí en el pueblo es diferente.
—No sé lo que tratas de decirme, Fina.
—Verás, aquí, el alcalde, el médico y los maestros formamos lo que podríamos llamar la gente importante. Somos, por decirlo de alguna manera, el espejo donde se miran el resto de los habitantes, así que tenemos que procurar que nuestra conducta sea siempre ejemplar.
— ¿Acaso mi conducta es reprochable?
— ¡Oh, no, claro que no! Pero aquí ir los domingos a misa es importante. Es una conducta que señala nuestra moralidad y nos hace respetables. Nosotras, además, tenemos la misión de educar a las niñas, razón de más para que demos ejemplo. No asistir los domingos a la iglesia, algunos padres podrían entenderlo como poco honesto. ¿Comprendes lo que trato de decirte?
—Sí, me parece que está muy claro.
—La maestra que ocupaba antes tu puesto sumaba puntos a aquellas alumnas que asistían a misa y restaba a las que no iban.
— ¡Qué!
—No te lo tomes a mal.
—No es que me lo tome mal, es que me parece una cosa completamente absurda.
Un pesado silencio se alzó entre ambas. Fina se removía en la silla.
—Entiendo que pienses de otra manera, eres joven, moderna; procedes de un ambiente diferente, pero es que he oído rumores y no quisiera que te vieses envuelta en ellos por el simple hecho de ignorar nuestras costumbres.
—Escucha, Fina, te agradezco tu interés al informarme sobre estas cosas, pero te hablaré con sinceridad: yo puedo asistir los domingos a misa, por no causar discordia nada más llegar al pueblo, pero de ninguna manera voy a puntuar más a mis alumnas por el simple hecho de que vayan a la iglesia. Cada una obtendrá las notas de acuerdo a su inteligencia y su capacidad de trabajo. Sus sentimientos religiosos son algo muy personal y a mí en nada me incuben.
—Creo que con que vayas los domingos a misa será suficiente —suspiró Fina aliviada.
El timbre de la puerta interrumpió la conversación.
—Perdona —dijo Ana al tiempo que se ponía en pie—. Voy a abrir.
Frente a la puerta encontró a un hombre de mediana edad, aunque su rostro, cruzado por las arrugas le hacía parecer mayor. Sus ropas mostraban manchas de barro y cubría la cabeza con un sombrero de paja que se quitó al ver aparecer a la maestra.
—Perdone, doña Ana, vengo del campo y les traía unas verduras para usted y para doña Fina, pero ella no está en casa. ¿Se las podría dejar aquí?
—Pase, por favor —dijo Ana retirándose hacia un lado de la entrada—. Fina está aquí, se las podrá dar usted mismo.
—Mejor que no entre —añadió el hombre con timidez—. Voy sucio.
—No se preocupe, pase y tome un café con nosotras.
Ante la insistencia de Ana, el hombre entró en la casa.
—Buenas tardes, doña Fina —saludó al entrar en el salón—. Les traigo pimientos y berenjenas de la huerta.
—Gracias, Facundo; usted siempre tan amable.
—Le he invitado a tomar un café con nosotras. Siéntese —dijo dirigiéndose a él—, voy a buscar la cafetera y así dejaré esto en la cocina.
Ana se inclinó para coger el capazo del suelo al tiempo que lo hacía Facundo.
—Pesa demasiado, permítame que se lo lleve yo. ¿Dónde quiere que lo deje?
—Encima del banco, por favor.
Ana observó las hortalizas que relucían brillantes. Tomó un pimiento entre las manos y exhaló su olor.
La naturalidad con que Ana actuaba había logrado que Facundo se relajase y ahora disfrutaba del café y de una agradable conversación.
—Tienes a su hija en tu clase —comentó Fina.
— ¿Sí? ¿Cómo se llama?
—Adela, Adela García —contestó Facundo con satisfacción.
—No sé quién es —movió la cabeza—. Todavía no me he aprendido bien los nombres. Soy muy despistada.
—Sólo llevas una semana dando clase, es normal que aún no los sepas todos.
—Mi hija tiene diez años y va peinada con dos trenzas.
—La mayoría de las niñas van peinadas con trenzas. No acierto a adivinar quién pueda ser.
—Es muy inteligente, le apasionan los libros y está encantada con usted, dice que es diferente.
— ¡Qué bonita!
—Para mí sí lo es, sí. —Los tres rieron—. Ahora he de irme. Muchas gracias por el café, doña Ana.
Facundo se despidió de ambas mujeres.
—Qué amable —comentó Ana cuando volvió a ocupar su sitio junto a Fina—. Venir directo de la huerta a traernos sus hortalizas es todo un detalle.
—Es algo con lo que te vas a encontrar a menudo. La gente de aquí es muy generosa y le gusta compartir lo que tiene. Pero Ana, ¿habrías invitado a Facundo a pasar si yo no hubiese estado?
— ¿Por qué no? Es lo mínimo que puedo hacer para corresponder a su amabilidad.
—Pues es algo que tendrás que evitar. Soy de aquí, conozco bien nuestras costumbres y ya veo que en la capital no le dais importancia a muchas de las cosas que aquí consideramos importantes. Por eso, aunque sé que tú lo haces con buena intención, cuando estés sola en casa no dejes nunca entrar a un hombre —recalcó esta palabra—. Siempre hay ojos que miran y podrían interpretarlo de otra manera, ¿me comprendes?
—Me temo que sí —suspiró Ana resignada—. Creo que acoplarme al pueblo me va a resultar más complicado de lo que pensaba. Y a propósito, ¿en la tienda de la plaza venden mantillas? Porque tendré que comprarme una para poder ir a misa.
—No, allí no, pero puedo prestarte una.
—En todo caso para el domingo. Después llamaré a mi madre y que me mande una.

CAPÍTULO III
El primer domingo de octubre, Ana se levantó temprano, tomó el desayuno y a continuación se puso unos pantalones largos y una camiseta ancha, se sujetó los cabellos con una coleta y salió de casa.
Estaba cerrando la puerta cuando apareció Fina, que salía con la escoba y el recogedor en la mano.
—Buenos días, Ana ¿dónde vas vestida de esa manera?
—A caminar.
— ¿A caminar? —interrogó con curiosidad.
— ¿Te resulta extraño? Es una costumbre que tengo desde niña. Cada domingo, mi padre, mi hermano y yo nos subíamos al tranvía y nos íbamos hasta la playa de la Malvarrosa, ya fuese invierno o verano. Allí nos descalzábamos y dábamos un largo paseo por la arena. Mi padre solía decirnos que el caminar fortalecía los músculos y facilitaba la circulación de la sangre. Y así, bien oxigenados, regresábamos a casa, donde mi madre nos tenía preparado un buen tazón de chocolate caliente, si estábamos en invierno, o una limonada fría, si era verano.
—No te extrañe —rio Fina— si la gente te toma como que no andas bien de la cabeza y más de la manera que vas vestida.
Ana inclinó la cabeza y miró su atuendo.
—Voy con pantalones, es lo más cómodo para hacer ejercicio.
—Pero no me dirás que es una prenda muy normal para vestir.
—Sí, ya me he fijado que aquí ninguna mujer lleva pantalones, pero en Valencia se están poniendo de moda, y no creo que mi forma de vestir vaya a escandalizar a nadie. Además, tarde o temprano esta moda también llegará aquí.
—Sí, más bien tarde que temprano —sonrió.
—Bueno… Todo es cuestión de tiempo… —dijo mientras reía—. Os parece raro que en Valencia las mujeres llevemos pantalones, pero no os extraña que todos los vecinos de aquí pintéis las casas en las mismas fechas…
Fina se contagió de la risa de Ana.
—Es que el 19 y el 20 de octubre son las fiestas patronales y la gente limpia a fondo sus casas: pinta, vacía armarios, abrillanta los metales, no queda ni un solo rincón sin pulir. Y la última semana la dedican a hacer los dulces tradicionales.
—Vaya… Pues este año podré probar esos dulces. Y ahora me marcho que si no llegaré tarde a misa. —Cómplice, guiñó un ojo a Fina.
Cuando Ana comenzó su paseo se sorprendió del cielo encapotado. Aunque era temprano vio que la mayoría de las calles estaban ya barridas y regadas. Mientras caminaba llegaba hasta ella el olor a tierra mojada, a hortalizas, a flores y a pan recién horneado. Pasó por delante de uno de los lavaderos. Cuando dejó atrás las casas y se internó por el camino que conducía a la huerta, se tropezó con dos labradores. Apenas se alejó unos pasos, escuchó que decían:
— ¿Esa no es la nueva maestra?
—Sí, esa es.
— ¿Dónde irá a estas horas y vestida como los hombres?
—Serán costumbres de la capital, pero es guapa la chica…
Ana siguió caminando sin girar la vista y recorrió, aspirando el aire de aquellos campos, las huertas que rodeaban a Alcántara. Con disimulo observaba cómo trabajaban los hombres la tierra, cómo segaban los campos y recogían, en grandes cestos de esparto, la cosecha de ese día.
El paseo matutino resultó más largo de lo habitual porque Ana se entretuvo en mirar las flores que crecían a lo largo de los caminos. Había visto en días anteriores que Fina llevaba a su casa ramos de florecillas y le había preguntado cómo conseguía aquella variedad de colores… Y ella se había reído de la ocurrencia, pues era tan sencillo como acercarse al campo y recoger flores de las que crecían por la zona. Ana no pudo resistir la tentación aquella mañana y con sus manos cortó un buen ramo de margaritas.
De regreso en casa colocó las flores que había recogido en el centro de la mesa del comedor. A continuación se bebió un buen zumo de naranja, con una buena cucharada de azúcar, pues las naranjas amargaban todavía un poco.
Tras la ducha, Ana se dirigió a su habitación. Con los dedos recorría la ropa colgada del armario, hasta que alcanzó una falda recta azul marino y un conjunto de suéter y chaqueta rosa. Se calzó unos zapatos de tacón y finalmente se colocó, sobre su larga y sedosa melena, la mantilla que Fina le había dejado. Así, con aquel atuendo, salió de casa para ir a misa.
La plaza de la iglesia era cuadrada. Tres estrechas callejuelas desembocaban en ella: una era la salida hacia la huerta, otra se comunicaba con la plaza de la fuente y la tercera era la conocida como la calle Pimienta. Frente al templo crecían acacias, que hacía poco que habían perdido la flor y yacían marchitas en el suelo. En una de las paredes de la iglesia había esculpida una gran cruz con una leyenda que decía «Caídos por Dios y por la Patria. José Antonio, Presente». Había escritos algunos nombres más que no se detuvo a leer. En aquellos momentos las campanas de la cuadrada torre daban el segundo toque.
Dos puertas permitían el acceso al interior de la iglesia e, inconscientemente, eligió la de la izquierda. Al entrar percibió el peso de las miradas sobre ella. Un tanto aturdida buscó rápidamente un sitio donde poder sentarse, pero lo único que vio fueron cabezas de hombres que se volvían presurosas a contemplarla. No sabía ya qué hacer cuando sintió que alguien le tocaba el brazo y le susurraba al oído:
—Doña Ana, esta parte es la de los hombres, las mujeres estamos en la otra.
Solo entonces se dio cuenta de que un pasillo central dividía el templo en dos partes y de que, efectivamente, las mujeres estaban justo en la parte contraria.
—Gracias —musitó muy despacio.
Ambas dieron la vuelta por detrás de las sillas hasta llegar al otro lado.
—Mire, ahí delante tiene un sitio libre —le dijo la mujer.
Ana asintió con la cabeza y fue a sentarse en la silla. Una vez acomodada, recorrió el templo con la mirada. Una espaciosa nave central albergaba el lugar destinado a los fieles y el Altar Mayor, por el que se accedía a través de unos escalones. La parte frontal estaba cubierta por un retablo de madera neogótica, presidido por la imagen de la Inmaculada Concepción, y a ambos lados san Joaquín y santa Ana. En la parte inferior estaba situado el Tabernáculo, decorado con la imagen del Salvador Eucarístico, copia de la pintura de Juan de Juanes. Por los laterales del recinto se abrían varias capillas. En la última, paralela al Altar Mayor, había un Cristo Crucificado.
Las campanas anunciaban el tercer toque e inmediatamente una campanilla alertó del comienzo de la misa. El sacerdote saludó con una leve inclinación de cabeza y se volvió de espaldas para comenzar el ritual. Durante la ceremonia, Ana estuvo más pendiente de curiosear, que de prestar atención a lo que decía el sacerdote. Veía a la gente participar de manera activa, cantaban, y a través de unos pequeños misales seguían la traducción de la ceremonia del latín al castellano. Ya terminada la misa, Ana se dispuso a abandonar el templo, pero cuando ya alcanzaba la puerta de salida, se le acercó Remedios.
—Doña Ana, ¿puede esperarse un poco? Don Juan desea hablar con usted.
— ¿Don Juan? —repitió extrañada.
—Sí, es el señor párroco.
—Ah —dijo sorprendida—. Esperaré aquí mismo.
Ana se apartó a un lado para no entorpecer la salida de las mujeres que al pasar junto a ella la saludaban con una inclinación de cabeza. Mientras esperaba, vio a Remedios junto a unas niñas arreglando las sillas que habían quedado desordenadas tras la ceremonia. A los pocos minutos, escuchó una voz masculina.
—Gracias por esperarme.
Por toda respuesta, los labios de Ana emitieron una sonrisa. El párroco añadió:
—Si lo prefiere, salgamos fuera para hablar. Quiero comentarle algunas cosas.
Cuando salieron al exterior, les sorprendió una mañana soleada. Las nubes que en las primeras horas habían cubierto el cielo habían desaparecido y el día se mostraba espléndido. Ana sacó del bolso unas gafas oscuras y se las puso.
En la iglesia, al celebrar la ceremonia de espaldas a la gente, apenas había podido ver la cara de aquel sacerdote, pero nada más salir descubrió a un hombre de unos cuarenta años, alto y corpulento, de piel blanca y cabellos castaños claros y unos ojos verdes que reflejaban una gran dulzura, detalle que contrastaba con la robustez de su cuerpo.
—Lo que quería comentarle —dijo el párroco apenas habían avanzado unos pasos— es que desde que estoy en el pueblo tengo por costumbre dar las clases de Religión. Son dos horas, a lo sumo tres semanales. Como usted es nueva quería que lo supiese. Con los demás maestros no he tenido problemas, han aceptado de buen grado y espero que con usted sea igual.
Ana suspiró.
— ¿Qué le hace suponer que podría tener problemas conmigo? La Religión es una asignatura que hay que estudiar, al igual que las Matemáticas o la Historia, así que mejor que la imparta un sacerdote.
—Entonces perfecto. Si no tiene inconveniente pasaré a dar la clase los martes por la mañana.
Habían llegado a la plaza de la fuente e iban a despedirse cuando Ana se atrevió a decir:
—Me han contado que la anterior maestra tenía por costumbre puntuar más a todas aquellas alumnas que solían asistir a misa y yo no tengo intención de hacer eso. Las notas las daré de acuerdo a su saber y al trabajo que puedan realizar y espero que lo comprenda.
—Me parece justo, como dijo Jesús: «Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». —Hizo una leve inclinación de cabeza—. Buenos días, doña Ana, le doy la bienvenida a mi iglesia —dijo mientras se alejaba hacia un grupo de hombres entre los que se encontraba Jaume.
—Venga don Juan, que estamos esperando para irnos a almorzar.
Al quedar sola, Ana miró a su alrededor y se percató de que en una de las aceras de la plaza la gente se aglomeraba, cruzó la calle y cuando ya estaba cerca se encontró con Tonet.
—Buenos días, doña Ana.
—Hola, Tonet. —El chico llevaba tres piezas de aquello que se estaba vendiendo en la plaza y que ella no había visto nunca—. ¿Qué es eso?
—Son magallones.*
— ¿Qué son magallones?
— ¿Con lo lista que usted es y no sabe qué son? —Tonet sonrió al tiempo que Ana negaba con la cabeza—. ¿No ha comido nunca magallones? —Ana reía ante la cara de incredulidad que él ponía—. Pues se van quitando las hojas, a veces sale una fillola, que es una cosa blanca con semillas amaillas. Eso también se come, y cuando ya están todas las hojas quitadas, esto de aquí abajo, la cabeza, es lo más bueno.
—Parece que os gusta mucho comerlos.
—Sí, es que están muy buenos, y hoy han sacado los pimeos de la tempoada, ¿quiee uno, doña Ana?
—No, gracias, Tonet.
—Son muy buenos —repitió.
—En otra ocasión, pero me tendrás que enseñar cómo se pelan —contestó Ana.
—Es muy fácil, yo la enseñaé, vienen todas las semanas a vendé hasta que se acaba la tempoada.
—Perfecto, entonces el domingo que viene —concluyó.
Al volverse, vieron a Remedios junto a una mujer.
—Tonet, cómete los margallones y no molestes a doña Ana —dijo la mujer de forma recriminatoria. Y sin esperar respuesta, ambas se alejaron de la plaza.
—Buja —exclamó Tonet tan pronto las vio partir—. Es mala, quiee sabelo todo, a mí me odia poque yo sé más cosas que ella. Ahoa tiene a Milagos dominada, poque don Juan confía en ella y se encaga de los cuidados de la iglesia.
—Vamos, Tonet, a las personas no se les llama bruja, tendrá un nombre.
—Se llama Inocencia, pero es mejo decile buja. Tenga cuidado con ella, doña Ana. Usted es guapa y ella no, y si tiene novio igual se lo quiee quita.
Ana sonrió.
—No, Tonet, no tengo novio, así que no te preocupes.El primer domingo de octubre, Ana se levantó temprano, tomó el desayuno y a continuación se puso unos pantalones largos y una camiseta ancha, se sujetó los cabellos con una coleta y salió de casa.
Estaba cerrando la puerta cuando apareció Fina, que salía con la escoba y el recogedor en la mano.
—Buenos días, Ana ¿dónde vas vestida de esa manera?
—A caminar.
— ¿A caminar? —interrogó con curiosidad.
— ¿Te resulta extraño? Es una costumbre que tengo desde niña. Cada domingo, mi padre, mi hermano y yo nos subíamos al tranvía y nos íbamos hasta la playa de la Malvarrosa, ya fuese invierno o verano. Allí nos descalzábamos y dábamos un largo paseo por la arena. Mi padre solía decirnos que el caminar fortalecía los músculos y facilitaba la circulación de la sangre. Y así, bien oxigenados, regresábamos a casa, donde mi madre nos tenía preparado un buen tazón de chocolate caliente, si estábamos en invierno, o una limonada fría, si era verano.
—No te extrañe —rio Fina— si la gente te toma como que no andas bien de la cabeza y más de la manera que vas vestida.
Ana inclinó la cabeza y miró su atuendo.
—Voy con pantalones, es lo más cómodo para hacer ejercicio.
—Pero no me dirás que es una prenda muy normal para vestir.
—Sí, ya me he fijado que aquí ninguna mujer lleva pantalones, pero en Valencia se están poniendo de moda, y no creo que mi forma de vestir vaya a escandalizar a nadie. Además, tarde o temprano esta moda también llegará aquí.
—Sí, más bien tarde que temprano —sonrió.
—Bueno… Todo es cuestión de tiempo… —dijo mientras reía—. Os parece raro que en Valencia las mujeres llevemos pantalones, pero no os extraña que todos los vecinos de aquí pintéis las casas en las mismas fechas…
Fina se contagió de la risa de Ana.
—Es que el 19 y el 20 de octubre son las fiestas patronales y la gente limpia a fondo sus casas: pinta, vacía armarios, abrillanta los metales, no queda ni un solo rincón sin pulir. Y la última semana la dedican a hacer los dulces tradicionales.
—Vaya… Pues este año podré probar esos dulces. Y ahora me marcho que si no llegaré tarde a misa. —Cómplice, guiñó un ojo a Fina.
Cuando Ana comenzó su paseo se sorprendió del cielo encapotado. Aunque era temprano vio que la mayoría de las calles estaban ya barridas y regadas. Mientras caminaba llegaba hasta ella el olor a tierra mojada, a hortalizas, a flores y a pan recién horneado. Pasó por delante de uno de los lavaderos. Cuando dejó atrás las casas y se internó por el camino que conducía a la huerta, se tropezó con dos labradores. Apenas se alejó unos pasos, escuchó que decían:
— ¿Esa no es la nueva maestra?
—Sí, esa es.
— ¿Dónde irá a estas horas y vestida como los hombres?
—Serán costumbres de la capital, pero es guapa la chica…
Ana siguió caminando sin girar la vista y recorrió, aspirando el aire de aquellos campos, las huertas que rodeaban a Alcántara. Con disimulo observaba cómo trabajaban los hombres la tierra, cómo segaban los campos y recogían, en grandes cestos de esparto, la cosecha de ese día.
El paseo matutino resultó más largo de lo habitual porque Ana se entretuvo en mirar las flores que crecían a lo largo de los caminos. Había visto en días anteriores que Fina llevaba a su casa ramos de florecillas y le había preguntado cómo conseguía aquella variedad de colores… Y ella se había reído de la ocurrencia, pues era tan sencillo como acercarse al campo y recoger flores de las que crecían por la zona. Ana no pudo resistir la tentación aquella mañana y con sus manos cortó un buen ramo de margaritas.
De regreso en casa colocó las flores que había recogido en el centro de la mesa del comedor. A continuación se bebió un buen zumo de naranja, con una buena cucharada de azúcar, pues las naranjas amargaban todavía un poco.
Tras la ducha, Ana se dirigió a su habitación. Con los dedos recorría la ropa colgada del armario, hasta que alcanzó una falda recta azul marino y un conjunto de suéter y chaqueta rosa. Se calzó unos zapatos de tacón y finalmente se colocó, sobre su larga y sedosa melena, la mantilla que Fina le había dejado. Así, con aquel atuendo, salió de casa para ir a misa.
La plaza de la iglesia era cuadrada. Tres estrechas callejuelas desembocaban en ella: una era la salida hacia la huerta, otra se comunicaba con la plaza de la fuente y la tercera era la conocida como la calle Pimienta. Frente al templo crecían acacias, que hacía poco que habían perdido la flor y yacían marchitas en el suelo. En una de las paredes de la iglesia había esculpida una gran cruz con una leyenda que decía «Caídos por Dios y por la Patria. José Antonio, Presente». Había escritos algunos nombres más que no se detuvo a leer. En aquellos momentos las campanas de la cuadrada torre daban el segundo toque.
Dos puertas permitían el acceso al interior de la iglesia e, inconscientemente, eligió la de la izquierda. Al entrar percibió el peso de las miradas sobre ella. Un tanto aturdida buscó rápidamente un sitio donde poder sentarse, pero lo único que vio fueron cabezas de hombres que se volvían presurosas a contemplarla. No sabía ya qué hacer cuando sintió que alguien le tocaba el brazo y le susurraba al oído:
—Doña Ana, esta parte es la de los hombres, las mujeres estamos en la otra.
Solo entonces se dio cuenta de que un pasillo central dividía el templo en dos partes y de que, efectivamente, las mujeres estaban justo en la parte contraria.
—Gracias —musitó muy despacio.
Ambas dieron la vuelta por detrás de las sillas hasta llegar al otro lado.
—Mire, ahí delante tiene un sitio libre —le dijo la mujer.
Ana asintió con la cabeza y fue a sentarse en la silla. Una vez acomodada, recorrió el templo con la mirada. Una espaciosa nave central albergaba el lugar destinado a los fieles y el Altar Mayor, por el que se accedía a través de unos escalones. La parte frontal estaba cubierta por un retablo de madera neogótica, presidido por la imagen de la Inmaculada Concepción, y a ambos lados san Joaquín y santa Ana. En la parte inferior estaba situado el Tabernáculo, decorado con la imagen del Salvador Eucarístico, copia de la pintura de Juan de Juanes. Por los laterales del recinto se abrían varias capillas. En la última, paralela al Altar Mayor, había un Cristo Crucificado.
Las campanas anunciaban el tercer toque e inmediatamente una campanilla alertó del comienzo de la misa. El sacerdote saludó con una leve inclinación de cabeza y se volvió de espaldas para comenzar el ritual. Durante la ceremonia, Ana estuvo más pendiente de curiosear, que de prestar atención a lo que decía el sacerdote. Veía a la gente participar de manera activa, cantaban, y a través de unos pequeños misales seguían la traducción de la ceremonia del latín al castellano. Ya terminada la misa, Ana se dispuso a abandonar el templo, pero cuando ya alcanzaba la puerta de salida, se le acercó Remedios.
—Doña Ana, ¿puede esperarse un poco? Don Juan desea hablar con usted.
— ¿Don Juan? —repitió extrañada.
—Sí, es el señor párroco.
—Ah —dijo sorprendida—. Esperaré aquí mismo.
Ana se apartó a un lado para no entorpecer la salida de las mujeres que al pasar junto a ella la saludaban con una inclinación de cabeza. Mientras esperaba, vio a Remedios junto a unas niñas arreglando las sillas que habían quedado desordenadas tras la ceremonia. A los pocos minutos, escuchó una voz masculina.
—Gracias por esperarme.
Por toda respuesta, los labios de Ana emitieron una sonrisa. El párroco añadió:
—Si lo prefiere, salgamos fuera para hablar. Quiero comentarle algunas cosas.
Cuando salieron al exterior, les sorprendió una mañana soleada. Las nubes que en las primeras horas habían cubierto el cielo habían desaparecido y el día se mostraba espléndido. Ana sacó del bolso unas gafas oscuras y se las puso.
En la iglesia, al celebrar la ceremonia de espaldas a la gente, apenas había podido ver la cara de aquel sacerdote, pero nada más salir descubrió a un hombre de unos cuarenta años, alto y corpulento, de piel blanca y cabellos castaños claros y unos ojos verdes que reflejaban una gran dulzura, detalle que contrastaba con la robustez de su cuerpo.
—Lo que quería comentarle —dijo el párroco apenas habían avanzado unos pasos— es que desde que estoy en el pueblo tengo por costumbre dar las clases de Religión. Son dos horas, a lo sumo tres semanales. Como usted es nueva quería que lo supiese. Con los demás maestros no he tenido problemas, han aceptado de buen grado y espero que con usted sea igual.
Ana suspiró.
— ¿Qué le hace suponer que podría tener problemas conmigo? La Religión es una asignatura que hay que estudiar, al igual que las Matemáticas o la Historia, así que mejor que la imparta un sacerdote.
—Entonces perfecto. Si no tiene inconveniente pasaré a dar la clase los martes por la mañana.
Habían llegado a la plaza de la fuente e iban a despedirse cuando Ana se atrevió a decir:
—Me han contado que la anterior maestra tenía por costumbre puntuar más a todas aquellas alumnas que solían asistir a misa y yo no tengo intención de hacer eso. Las notas las daré de acuerdo a su saber y al trabajo que puedan realizar y espero que lo comprenda.
—Me parece justo, como dijo Jesús: «Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». —Hizo una leve inclinación de cabeza—. Buenos días, doña Ana, le doy la bienvenida a mi iglesia —dijo mientras se alejaba hacia un grupo de hombres entre los que se encontraba Jaume.
—Venga don Juan, que estamos esperando para irnos a almorzar.
Al quedar sola, Ana miró a su alrededor y se percató de que en una de las aceras de la plaza la gente se aglomeraba, cruzó la calle y cuando ya estaba cerca se encontró con Tonet.
—Buenos días, doña Ana.
—Hola, Tonet. —El chico llevaba tres piezas de aquello que se estaba vendiendo en la plaza y que ella no había visto nunca—. ¿Qué es eso?
—Son magallones.*
— ¿Qué son magallones?
— ¿Con lo lista que usted es y no sabe qué son? —Tonet sonrió al tiempo que Ana negaba con la cabeza—. ¿No ha comido nunca magallones? —Ana reía ante la cara de incredulidad que él ponía—. Pues se van quitando las hojas, a veces sale una fillola, que es una cosa blanca con semillas amaillas. Eso también se come, y cuando ya están todas las hojas quitadas, esto de aquí abajo, la cabeza, es lo más bueno.
—Parece que os gusta mucho comerlos.
—Sí, es que están muy buenos, y hoy han sacado los pimeos de la tempoada, ¿quiee uno, doña Ana?
—No, gracias, Tonet.
—Son muy buenos —repitió.
—En otra ocasión, pero me tendrás que enseñar cómo se pelan —contestó Ana.
—Es muy fácil, yo la enseñaé, vienen todas las semanas a vendé hasta que se acaba la tempoada.
—Perfecto, entonces el domingo que viene —concluyó.
Al volverse, vieron a Remedios junto a una mujer.
—Tonet, cómete los margallones y no molestes a doña Ana —dijo la mujer de forma recriminatoria. Y sin esperar respuesta, ambas se alejaron de la plaza.
—Buja —exclamó Tonet tan pronto las vio partir—. Es mala, quiee sabelo todo, a mí me odia poque yo sé más cosas que ella. Ahoa tiene a Milagos dominada, poque don Juan confía en ella y se encaga de los cuidados de la iglesia.
—Vamos, Tonet, a las personas no se les llama bruja, tendrá un nombre.
—Se llama Inocencia, pero es mejo decile buja. Tenga cuidado con ella, doña Ana. Usted es guapa y ella no, y si tiene novio igual se lo quiee quita.
Ana sonrió.
—No, Tonet, no tengo novio, así que no te preocupes.

CAPÍTULO IV
Ana llegó a la escuela un poco antes de la hora habitual. Al entrar observó con atención las instalaciones, a las que se accedía a través de un estrecho y largo jardín, que conducía a un vestíbulo donde se encontraban los aseos y las dos aulas de las chicas. A continuación, otro vestíbulo albergaba unas grandes puertas, que daban acceso a los patios, uno para los niños, el de la izquierda, y otro para las niñas, a la derecha. Y tras los patios, se abría un largo pasillo donde estaban las aulas y el aseo de los muchachos.
—Buenos días, Ana, también tú has venido pronto, ¿eh? —dijo Fina al llegar a su lado.
—Sí, es que quería preparar una actividad para la clase de hoy antes de que llegaran las niñas.
—Pues lo mismo que yo, que quiero hacer un juego con los más pequeños y tenía que colocar las mesas y las sillas.
—Debes de estar encantada con esas niñas tan pequeñas… Son tan dulces a esas edades… En mi clase las niñas tienen entre seis y doce años. ¿A qué edificio van las alumnas de trece y catorce años? ¿O es que abandonan el colegio dos años antes de lo previsto? —preguntó temiendo la respuesta.
—Es fácil de comprender. Las pocas alumnas que tienen pensado realizar estudios superiores, se van al instituto a los diez, porque aquí, al ser un colegio público, sólo pueden cursar la enseñanza básica. Y las madres de las demás niñas piensan que a los doce años ya han aprendido lo suficiente y prefieren mandarlas a coser, porque creen que esto les será más útil para su futuro. A otras las mandan a trabajar en el almacén de naranjas para ayudar económicamente en casa.
Mientras escuchaba a su compañera, Ana movía la cabeza inquieta.
—Pobres niñas; no tienen edad de ir a trabajar… —Fina la miró con cariño—. Se les priva de dos años de enseñanza a los que tienen derecho. —Hizo una breve pausa—. ¿Sabes qué te digo, Fina? Que me propongo hacerles comprender que el saber es lo único que las hará libres.
Fina rio abiertamente.
—Ay, Ana, me parece que tus ideas de la capital aquí no te van a servir de nada.
— ¿Por qué dices eso?
—Porque una cosa son los sueños y otra muy distinta la realidad.
—Mira, pues hoy mismo voy a dividir la clase en tres secciones, porque no puedo dar la misma materia a una niña de seis años que a otra de doce.
Fina se dirigió hacia su clase riendo, mientras Ana hacía lo mismo en dirección a la suya. Abrió la puerta y se sentó tras la mesa. La luz que entraba a través de los amplios ventanales dibujaba motas de color en las pequeñas partículas de polvo que se movían en el espacio. Abrió un cajón, sacó unas cuartillas y empezó a repasarlas, pero apenas había comenzado a ojearlas escuchó abrirse la puerta.
—Ave María Purísima —sonaron unas voces infantiles.
—Sin Pecado Concebida —respondió desde su sitio.
En escasos minutos las niñas fueron ocupando sus pupitres repartidos en tres filas, dejando a los lados dos largos corredores. Junto a la puerta de entrada se encontraba la mesa ocupada por Ana, y a su lado, colgada en la pared, la pizarra con un pequeño saliente para guardar las tizas y el borrador. Detrás de su mesa, una cruz de madera y dos fotografías, una del general Franco y otra de José Antonio Primo de Rivera, colgaban de la pared.
Nada más comenzar la clase Ana preguntó:
— ¿Cuántas de vosotras tenéis pensado estudiar bachiller?
Sorprendida observó que solo tres niñas levantaban la mano y, curiosamente, pudo comprobar que las tres pertenecían a las familias ricas del pueblo: Elena, hija del médico; Inma, la hija del dueño del almacén de naranjas que había en el municipio; y Asunción, hija de una de las familias más ricas de Alcántara.
— ¿Solo vosotras tres? ¿Ninguna más? —preguntó con insistencia.
De nuevo Asunción, rubia y de ojos claros, levantó la mano con timidez.
—Mis padres quieren que vaya a la Universidad, pero yo no quiero, no me gusta estudiar.
— ¿Y qué te gustaría hacer?
—No sé, pero estudiar es aburrido. —La niña levantó los hombros despreocupadamente.
Ana suspiró, se levantó de la silla y comenzó a andar entre los pasillos que formaban los pupitres.
—Una cosa tenéis que saber, estudiar no significa aprender de memoria los nombres de los reyes godos o resolver una regla de tres; estudiar es algo más, ya que solo a través del estudio se puede alcanzar la vocación que podáis sentir dentro de vosotras. Vamos a ver, ¿no os gustaría ser médicos, maestras o abogados?
—Mi padre quiere que estudie Medicina —respondió Elena—, somos tres chicas y como yo soy la mayor, dice que tengo que seguir sus pasos.
—Tampoco se trata de estudiar lo que vuestros padres quieran, sino de hacer lo que realmente os guste a vosotras.
—Pues a mí no me gustaría ser médico, lo que me haría feliz es ser locutora de radio.
—Locutora de radio —repitieron entre risas las demás compañeras.
—No os riáis —reprochó Ana—; ser locutora es una profesión tan bonita como pueda ser otra cualquiera. Y si es eso lo que le gusta a Elena, tendrá que luchar por conseguirlo.
— ¿Pero cómo? Si mi padre se empeña…
—Si tu padre se empeña y a ti no te gusta, nunca serás un buen médico. Pero eso no debe preocuparte ahora. Todavía tienes que estudiar seis años más. Durante ese tiempo, si aún persiste tu vocación de locutora, deberás hacer comprender a tu familia qué es lo que realmente deseas. —Miró al resto de la clase—. ¿Ninguna más tiene sueños?
—Estudiar es bonito —dijo Adela García— pero se necesita dinero, y si nuestros padres no tienen…
—Hay becas que están destinadas a cubrir los gastos de un buen estudiante si sus padres no pueden pagarlo.
—Eso está bien —dijo Victoria Sánchez, otra de las niñas mayores—, ¿pero para qué vamos a sacrificarnos estudiando, si cuando nos casemos no nos va a servir de nada?
— ¿Qué quieres decir con eso, Victoria?
—Pues que la meta de las mujeres es casarnos y cuidar de nuestros hijos. No podemos ser médicos, ni abogados, ni ninguna de esas cosas. Eso está bien para los hombres que no tienen que dedicarse al hogar, pero nosotras, ¿quién cuidaría de los niños?
Una gran tristeza asomó a los ojos de Ana, que suspiró profundamente y respondió con serenidad:
—Veréis, estamos en 1960, las cosas empiezan a cambiar y la mujer tendría que tener derecho a elegir su camino, tanto si su deseo es casarse como si prefiere ser médico o cualquier otra cosa. Lo que trato de deciros es que si tenéis sueños no debéis renunciar a ellos por el simple hecho de ser mujeres.
—Pero las dos cosas no se pueden hacer —afirmó Elena—. Si soy médico, como quiere mi padre, o locutora, como deseo yo, tendré que renunciar al matrimonio.
—No tienes por qué —contestó Ana, aunque al hacerlo, nadie advirtió cómo sus piernas temblaban—. Si encuentras a un hombre que te quiera podrás tener las dos cosas.
—Ya… Pero un hombre nunca va a cocinar. Yo nunca he visto a mi padre entrar en la cocina —añadió Victoria dándose importancia.
Toda la clase rio su gracia.
—Vuestros padres han vivido una época distinta a la que viviréis vosotras.
—En el caso de que estudiásemos una carrera —continuó Victoria—, tendríamos que renunciar al amor, y yo prefiero el amor a cualquier otra cosa. Ya estoy enamorada.
— ¿A los doce años? —preguntó Adela riendo.
—El amor no tiene edad.
Un revuelo de risas se alzó en toda la clase. Ana tuvo que imponerse varias veces para poder controlar la situación.
—Pero doña Ana, usted sabe que hay que elegir y si estudiamos una carrera seguro que nos convertimos en unas solteronas. Y si no, mire, los dos maestros están casados, y sin embargo doña Fina es soltera y la anterior maestra que tuvimos también. Y usted misma, con lo guapa que es, no está casada. ¿Ha preferido ser maestra antes que casarse? —insistió Victoria.
Ana sintió una gran turbación. Se volvió de espaldas y regresó a su mesa.
—El amor y la profesión son dos cosas distintas, pero no por ello incompatibles. Puedes querer a un hombre y al mismo tiempo ser un gran médico —concluyó.
Por espacio de varios minutos las niñas guardaron silencio. Era obvio que todas aquellas explicaciones resultaban novedosas para ellas y necesitaban tiempo para comprenderlas. Fue Adela la primera en hablar.
—Doña Ana, usted es diferente a nuestras madres. Lleva pantalones, fuma, y el otro día la vi entrar sola en el casino. Eso no lo hacen las mujeres de aquí. ¿Es porque es usted de la capital?
—Pues a mí me gusta más como viste doña Ana que nuestras madres, eso es modernidad —dijo Elena—. Yo cuando sea mayor quiero ser como usted. ¿Puede enseñarnos a ser modernas?
—A mí también me gustaría ser moderna —añadió Leonor, una de las niñas más pequeñas.
— ¡Y a mí! ¡Y a mí! —Fueron contestando casi a coro.
—Vamos a ver —Ana sonrió divertida—, ser moderna no implica necesariamente ser de la capital, aunque en las grandes ciudades las modas llegan antes; pero tampoco tenéis que dejaros influir por ellas, si estas no os gustan. Por ejemplo, yo fumo porque me gusta, pero si a vosotras no os apetece, de ninguna de las maneras debéis hacerlo por el simple hecho de estar a la moda… En cuanto a llevar pantalones, es una prenda muy cómoda para realizar ciertos ejercicios, y no es un desafío a los hombres, como muchos pretenden hacernos creer. He visto a muchas de vosotras, que al sentaros, los vestidos se os quedan muy cortos y si dejáis las piernas entreabiertas, pues ya podéis imaginar lo que se ve. Algo con lo que tenéis que tener mucho cuidado, sobre todo las mayores; así que llevar pantalones resulta mucho más práctico.
— ¿Y el café en el casino, doña Ana? —insistió Elena.
—Pues en ese momento me apetecía hacerlo y no veo que por ser mujer me esté prohibido.
—Cuando nos ha hablado de los cambios que se están dando en la sociedad, ¿se refería a todas esas cosas? —preguntó Adela.
—Sí, aunque no es nuevo, pues la mujer hace décadas que lucha por tener los mismos derechos que los hombres.
— ¿Pero no dejaremos de ser femeninas, que es nuestro mayor encanto? —repitió Victoria.
—No tiene que ver una cosa con la otra. Una mujer puede ser una luchadora, sin dejar por ello de ser hermosa, o femenina, como quieras llamarlo. Acércate Victoria, por favor.
La muchacha miró a su alrededor como asegurándose de que se refería a ella.
— ¿Yo?
—Sí, tú, no tengas miedo.
La niña se aproximó hacia la mesa donde estaba sentada la maestra. Al llegar junto a ella, Ana le tendió un libro abierto.
—Quiero que leas en voz alta este poema, ¿podrás hacerlo?
Victoria afirmó con la cabeza, alargó el brazo y sostuvo el libro con manos temblorosas.
—«Dicen que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros.
—Un momento —interrumpió Ana—. Esto es un poema y como todo poema encierra en sí la belleza de las palabras, una belleza que hay que saborear, recrearse en cada uno de sus significados, pensar por unos segundos en esos fragmentos que nos elevan por encima de lo cotidiano. Por consiguiente no se puede leer de carrerilla como si se tratase de una receta de cocina. —Miró a las alumnas—. ¿Alguna sabe cómo hay que leer poesía?
Las niñas se miraron unas a otras. Sólo Adela García se atrevió a levantar el brazo.
—Hay que ir marcando las pausas y dar todo el sentimiento que requieren las frases.
—Eso es, muy bien.
Adela sonrió satisfecha.
—Inténtalo de nuevo, Victoria. Sé que puedes hacerlo.
Más tranquila por la nueva oportunidad que le daba Ana, Victoria se esforzó por hacerlo bien. Sin apenas darse cuenta se olvidó de que estaba en clase y fue centrando su atención en cada una de aquellas palabras.
—Dicen que no hablan las plantas, ni las fuentes,
Ni los pájaros, ni el onda con sus rumores, ni con sus brillos los astros.
Lo dicen, pero no es cierto, pues siempre cuando yo paso
De mí murmuran y exclaman:
Ahí va la loca soñando
Con la eterna primavera de la vida y de los campos
Y ya bien pronto, bien pronto, tendré los cabellos canos
Y ve temblando, aterida, que cubre la escarcha el prado
Hay canas en mi cabeza, hay en los prados escarcha,
Más yo prosigo soñando, pobre, incurable sonámbula,
Con la otra primavera de la vida que se apaga
Y el perenne frescura de los campos y las almas,
Aunque los unos se agostan y aunque las otras se abrazan.
Astros y fuentes y flores, no murmuréis de mis sueños.
Sin ellos, ¿Cómo admiraremos ni cómo vivir sin ellos?»
Victoria levantó la mirada del libro, la clase entera había enmudecido. Había logrado dar tanto sentimiento a la lectura que hasta la propia Ana había quedado admirada. Un estallido de aplausos interrumpió el silencio. Victoria sonreía feliz.
—Muy bien, así es como se lee la poesía, lo has hecho muy bien. Puedes regresar a tu sitio.
— ¿Alguna de vosotras sabría decirme a quién pertenece este poema?
Todas las miradas se volvieron hacía Adela, pero esta vez ella tampoco sabía la respuesta.
—Este poema es de Rosalía de Castro, que nació en Santiago de Compostela en 1837 y murió en la Coruña en 1885. Está considerada, junto a Gustavo Adolfo Bécquer, la mejor poetisa de la época. Pero no creáis que le fue fácil abrirse camino en una sociedad dominada por los hombres. Ella se casó y tuvo hijos, y eso no le impidió dedicarse a la literatura, porque, como decía ella, qué es la vida sin sueños.
— ¿Cómo reaccionó su marido? —Preguntó Victoria, mostrando un vivo interés—. A los hombres no les gusta admitir que las mujeres sean más inteligentes que ellos.
—Eso es verdad —afirmó Elena—. Algunas veces nosotras hemos competido con la clase de los chicos en trabajos y cuando les ganamos se pasan muchos días sin hablarnos.
—Eso es lo que podríamos llamar orgullo masculino, algo que no os debe importar y que ha venido impuesto. Tarde o temprano no tendrán más remedio que acostumbrarse a que la inteligencia no es exclusiva de los hombres. Y en cuanto al marido de Rosalía, él la comprendió porque la amaba y por eso después de su muerte publicó algunos escritos suyos. En todas las épocas han existido mujeres que han sido valientes y han luchado por abrirse camino. Gracias a ellas el mundo está cambiando. Y a propósito, también los valencianos tuvimos una mujer que se abrió paso en el mundo de las letras. ¿Alguna ha oído hablar de Sor Isabel de Villena?
Las niñas negaron con la cabeza.
—Fue una abadesa del convento de la Trinidad de Valencia. En el siglo xv cuando las letras valencianas alcanzaron gran esplendor, escribió una obra titulada Vita Christi, la Vida de Cristo. Fueron muchas las voces que se levantaron en su contra. La sociedad de entonces no podía admitir que una mujer escribiese, ya que, al igual que las demás artes, solo estaba reservada a los hombres. Y otra de las cosas que más les molestó, sobre todo a los clérigos de entonces, es que en su obra omitiera muchos de los milagros de Jesús, centrándose más en los papeles femeninos de María, su madre, y María Magdalena.
—Es bonito lo que nos está contando —dijo Elena emocionada.
—Bien, pues entonces me gustará comprobar vuestras opiniones a lo comentado hasta ahora. Debéis hacer una redacción sobre este tema.

CAPÍTULO V
Tras corregir la última redacción, Ana dejó las cuartillas sobre la mesa, estiró los brazos y se desperezó. En el reloj del salón daban las once de la noche. Miró de nuevo los trabajos de sus alumnas. Eran escritos sencillos, claro reflejo de su vida cotidiana.
Entre todas las redacciones había una que llamó su atención por la originalidad y su alto contenido literario. Expresaba la realidad del entorno, junto al deseo de alcanzar un mundo desconocido. Miró el nombre de la autora: Adela García.
Al día siguiente, Ana llevó todos los escritos al colegio y nada más comenzar las clases, dijo:
—He leído y corregido vuestras redacciones. Enhorabuena a todas ya que habéis sabido expresar sobre el papel todo aquello que hablamos en la clase; incluso vosotras, las más pequeñas, con vuestro lenguaje, lo habéis hecho muy bien. Sin embargo, he observado que hacéis muchas faltas de ortografía, así que diariamente tendremos que practicar un dictado para corregir esos errores. Es muy importante que aprendáis a escribir correctamente. Como todas las redacciones no se van a poder leer en clase he decidido leer la de Adela.
La niña se levantó de su silla y se dirigió hacia la mesa ocupada por la maestra, se había ruborizado y mientras caminaba las manos y las piernas le temblaban. Comenzó a leer con voz trémula, las palabras parecían quedarse ahogadas en su garganta; sin embargo, conforme iba leyendo olvidó por completo todos aquellos ojos que la miraban expectantes.
«Vivo en un pequeño pueblo llamado Alcántara de Júcar. Está situado dentro de un valle denominado la Vall de Cárcer. Es un municipio apacible y hermoso, donde se respira paz y los niños podemos jugar hasta que aparecen las estrellas, con la libertad que nos da pensar que nada malo nos puede ocurrir.
En los días que sopla el aire, huele a tomates, melones, sandías y flores, fragancias que se mezclan entre sí y que según su aroma nos delata la estación del año en que nos encontramos. El sol alumbra sus calles con generosidad.
Sin embargo, cuando miro las montañas que cierran el horizonte, percibo que hay otra vida más allá de donde la vista alcanza. Otras ciudades, gentes distintas, costumbres diferentes. Entonces siento como si el pueblo se encogiese y una fuerza misteriosa abrasase mi garganta y no pudiese respirar.
En esos momentos desearía ser un pájaro para ser libre y poder volar muy lejos, recorrer ese mundo más allá de las montañas y descubrir a esas gentes distintas, esas costumbres diferentes.
En esos momentos miro a mi alrededor y me siento muy pequeña. Me asusto, y mi curiosidad se mezcla con el miedo.»
Adela concluyó su relato, miró a la maestra y luego a sus compañeras que habían enmudecido.
— ¿Qué os ha parecido la redacción? —preguntó Ana.
—Jolines, ¿cómo se te pueden ocurrir esas cosas? —preguntó Victoria entusiasmada.
—Se parece a la poesía de Rosalía de Castro —añadió la pequeña Leonor.
—A su lado nuestras redacciones parecen una birria —dijo Elena.
—No, vuestras redacciones están bien, muy bien diría yo, pero la de Adela refleja la conversación que tuvimos el otro día. Dime, ¿te lo has copiado de algún sitio o es invención tuya?
Adela se sonrojó.
—No me lo he copiado de ningún sitio, doña Ana, a mí me gusta mucho escribir.
—Es verdad —afirmó Elena—, con la otra maestra ya nos sorprendía con sus cosas.
—Entonces tengo que felicitarte. Tienes un gran talento que no debes perder. Puedes volver a tu sitio. Y ahora dejemos las redacciones y vayamos a las Matemáticas.
Elena levantó la mano.
—Dime, Elena.
—Ayer en el patio estuvimos hablando… y todas coincidimos en que lo pasamos muy bien cuando leemos… y… no sé… —vacilaba en el hablar la pequeña— muchas de nosotras hemos pensado… que por qué no dedicamos las tardes a leer.
—A mí también me gustaría —contestó Ana satisfecha al ver que había conectado con sus alumnas y había sido capaz de contagiarles su entusiasmo por la lectura—, pero las tardes están reservadas para realizar labores de bordado.
—Bordar se puede aprender fuera de clase. Nos parece más interesante leer libros —opinó Adela.
El silencio de la clase fue interrumpido por el murmullo de las niñas que afirmaban, un más alto, otras con sus compañeras, el deseo de leer en clase. Ana intentaba ocultar una sonrisa, pero le era casi imposible disimular su alegría.
—Está bien, está bien. Dejad de gritar. A mí también me parece importante ampliar las clases de lectura. De momento, convertiremos algunas tardes de bordado en talleres de literatura. Elegiremos un libro, lo leeremos y lo comentaremos en clase. Hablaremos del autor, e iremos extrayendo todas aquellas frases que nos parezcan interesantes. Las pequeñas haréis lo mismo, pero con libros de cuentos.

CAPÍTULO VI
Como cada día, Ana se levantó temprano, se puso su atuendo deportivo y comenzó su habitual paseo. El verano se prolongaba y el calor incitaba a largas caminatas. Apenas llevaba unos minutos andando cuando la sorprendió el sonido del agua procedente del lavadero y, seguido, una voz que la llamaba:
— ¡Doña Ana, doña Ana!
Se volvió y vio a la madre de Victoria cargada con un barreño lleno de ropa.
—Buenos días, Victoria.
—Me alegro de verla. —Se detuvo y dejó en el suelo el barreño—. A su paseo matutino, ¿no? —Ana asintió con una sonrisa en los labios—. Son graciosas las costumbres de la capital. Aquí a ninguna mujer se le ocurriría salir a la calle con esa ropa.
—Es muy cómoda, de verdad. En Valencia las jóvenes ya se atreven con ella. Para salir a caminar es lo más cómodo.
—Bueno, supongo que son costumbres de la capital que aquí tardarán en implantarse; no somos capaces de introducir en nuestra vida tanta modernidad.
—Seguro que sí; ya lo verán. No es cuestión de modernidad sino de comodidad.
— ¿Comodidad? Es muy cómoda nuestra ropa para ir a lavar la ropa al lavadero.
Victoria se miró su atuendo al tiempo que comenzaba a reír abiertamente. A ella se unió Ana que ya se había relajado en aquella conversación. A la risa siguió un silencio tenso que fue interrumpido por la joven profesora, que tenía intención de seguir su paseo matutino y abandonar aquella conversación.
—Bueno, voy a seguir con mi paseo, Victoria, si no se hará muy tarde. Me alegra haberme encontrado con usted y sepa que tiene una hija muy estudiosa. Estoy contenta del grupo de alumnas de mi clase. Son muy trabajadoras.
—Pues doña Ana, a propósito de las clases… es que nos hemos encontrado un grupo de madres y queremos ir a hablar con usted. ¿Cuándo podríamos tener una reunión?
Ana la miró sorprendida.
—Mañana es sábado y no hay clase por la tarde, pero si les parece bien pueden venir a las cinco a mi casa, tomaremos café y hablaremos; o bien, si lo prefieren, el lunes cuando terminen las clases en la escuela mismo.
—Muy bien, pues pasaré la voz y le diré alguna cosa. Mañana o el lunes nos reunimos.
Y así, sin saber más, la maestra continuó con su caminata, pero mucho más distraída que de costumbre.
Ana miró por tercera vez el reloj del salón: las cuatro y media. Sólo habían pasado tres minutos desde la última vez que se había fijado en la hora. No podía evitarlo: estaba nerviosa.
Repasó la bandeja con las tazas, el azucarero, las cucharitas, servilletas y, encima del banco, la cafetera a punto para poner al fuego. Miró su atuendo, había procurado vestirse con discreción, una falda recta y una blusa de manga larga. Volvió al salón.
A las cinco menos diez llamaron al timbre. Las primeras madres acudían a la cita. En siete minutos fueron llegando todas las demás. Al tiempo que iban entrando, Ana les indicaba diferentes lugares en los que poder sentarse y poco a poco ocuparon el salón de su casa. Sirvió el café y las pastas mientras conversaban sobre trivialidades diarias, hasta que, pasada una media hora, Ana se atrevió a decir:
—Supongo que, tras el café, es el momento de que empecemos la reunión, ¿les parece?
Las mujeres se miraron entre sí. Un grupo de ocho madres que, según le dijeron a Ana, representaban a todas las de la clase.
Fue Victoria la primera en hablar.
—Verá doña Ana, nos han dicho las chicas que no se van a dar las clases de bordado y que las va a sustituir por la lectura de libros.
Ana suspiró.
—Al parecer a las niñas les hace más ilusión la lectura y creo que es una buena opción para completar su educación.
—Pero si no aprenden las labores, ¿cómo van a poder bordar su dote? —preguntó Amparo, otra de las madres.
—No creo que eso sea tan importante —contestó Ana.
—Ya lo creo que sí —continuó Victoria—. La dote es lo más importante que una mujer aporta al matrimonio.
—Creo que vuestras hijas van a vivir una época muy distinta a la nuestra y tienen que estar preparadas para ello. Habláis constantemente de matrimonio, pero tal vez no se casen. Puede que algunas tengan que abandonar el pueblo en busca de trabajo y una buena base en sus estudios siempre las va ayudar más que saber bordar. Algunas niñas me han dicho que van a estudiar bachiller, así que el próximo curso tendrán que abandonar el colegio y hacer su examen de ingreso para un instituto. A estas niñas les conviene estar preparadas, de lo contrario no podrán superar la prueba. Muchas de las otras alumnas que ahora tienen entre once y doce años, me han asegurado que es posible que este año sea el último que asistan a clase, así que deberán aprovechar al máximo estos meses.
—Creo que doña Ana tiene razón —habló Elena, la mujer del médico—. Mi marido y yo queremos que nuestra hija vaya a la universidad, así que le conviene estar preparada.
—Tal vez tengáis razón —dijo Victoria tras escuchar a Elena—, aunque sigo pensando que es importante que nuestras hijas aprendan a bordar. Necesitan estar preparadas para ser unas buenas esposas.
La madre de Adela García, Esperanza, comentó con timidez:
—Para nosotras saber bordar ha sido siempre muy importante, pero lo más probable es que usted tenga razón, los tiempos cambian. Además mi hija odia bordar… —comentó desencantada.
—Tu hija es muy inteligente, puedes sentirte orgullosa de ella, aunque no le guste bordar.
Esperanza se sonrojó.
—Bueno, pues que continúen con los libros si a ellas les gusta —comentó Victoria—, aunque insisto en que tendrían que aprender a bordar.
—Lo que vamos a hacer —concluyó Ana— es sustituir algunas clases de bordado por la lectura de libros, pero sin olvidar esta tarea. Así se lo propuse a las niñas.
Todas afirmaron mostrando su acuerdo con la profesora.
Ana respiró aliviada.


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